domingo, 23 de abril de 2017

Muy temprano, voy surcando la oscuridad camino al colegio

Henning Mankell 
(Estocolmo, Suecia, 1948-2015)

Tusquets Editores comparte un fragmento del más reciente libro de Mankell con los lectores de EL INFORMADOR

"La mayoría de los viejos que conozco, empezando por los que no saben leer, tienen un respeto por los libros. E identifican la cultura con una cierta redención. Por el contrario, amigas profesoras y bibliotecarias me comentan que suelen ser jóvenes los que muestran, sin complejos, un rechazo primario a los libros y a la lectura... El desastre cultural no tiene una sola causa, pero sí que se intoxica el medio ambiente con la subestimación de lo que se ha dado en llamar humanidades. Hay incluso voces públicas que asocian la libertad con un curioso derecho a la ignorancia: ¿Para qué aprender cosas inútiles, como lenguas muertas o filosofía?"


Aquella misma tarde atravesaron un denos enjambre de mariposas. Eran transparentes y amarillentas y su aleteo recordaba al crujido del papel. San se detuvo admirado en medio de la nube de mariposas. Era como si hubiese accedido a una casa cuyas paredes estuviesen construidas de alas. Se dijo que le gustaría quedarse allí. “Me gustaría que esta casa tuviese una puerta, claro. Me quedaría aquí escuchando el aleteo de las mariposas hasta que llegase el día en que cayese muerto a tierra.”
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PISANDO LOS TALONES 
(Fragmento)

Wallander se sentó ante el escritorio de la joven mientras Martinson revisaba la cómoda y luego inspeccionaba en el gran armario que había pegado a una de las paredes. Los cajones del escritorio no estaban cerrados con llave, cosa que sorprendió a Wallander. Sin embargo, cuando fue abriéndolos, uno a uno, comprendió por qué no les habían echado la llave: estaban prácticamente vacíos. Frunció el entrecejo al tiempo que se preguntaba por qué en aquellos cajones no había nada salvo algunas horquillas, unos lápices viejos y un puñado de monedas de diversos lugares del mundo. ¿No sería aquello indicio de que alguien había estado allí y los había vaciado? Pudo haber sido la misma Isa o cualquier otra persona. Abrió el cartapacio verde y halló una acuarela hecha, a todas luces, por un pincel inexperto. «IE 95», se leía en el ángulo inferior derecho. Representaba una marina, mar y acantilados. Volvió a cubrirla con el cartapacio. En una estantería, junto a la cama, había varias hileras de libros. Pasó un dedo por los lomos mientras leía los títulos. Recordó que algunos de ellos los había leído también Linda. Tanteó con la mano detrás de los libros y halló otros dos, que tal vez se hubiesen caído o que alguien pudo haber escondido. Los sacó y comprobó que ambos estaban en inglés. Journey lo the Unknown se llamaba el primero, Viaje a lo desconocido, de un tal Timothy Neil. El otro llevaba por título How to Cast Yourself in the Play of Life, Qué papel representar en el teatro de la vida, de Rebecka Stanford. Las portadas de ambos tenían ilustraciones de un estilo similar: figuras geométricas, cifras y letras que parecían flotar libremente en una especie de panorama cósmico. Wallander se sentó de nuevo ante el escritorio. Se notaba que habían leído los libros más de una vez, pues se abrían solos por ciertas páginas, en su mayoría manoseadas y dobladas. Se puso las gafas y se dispuso a leer las contraportadas. Timothy Neil hablaba de que, en la vida, era importante seguir algo que él denominaba «mapas espirituales», mapas que uno podía aprender a trazar mientras dormía. Wallander hizo un mueca mientras lo dejaba sobre el escritorio y tomaba el de Rebecka Stanford, que escribía sobre lo que ella llamaba «la descomposición cronológica». Aquello atrajo enseguida la atención de Wallander. En efecto, el libro parecía tratar de cómo aprender, en un círculo de amigos, a dominar el tiempo y avanzar o retroceder por las diversas épocas, pasadas y futuras. La autora parecía convencida de que aquello era un instrumento idóneo para que la gente pudiese vivir plenamente «en una época dominada por el despropósito y la desorientación crecientes.
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El gran descubrimiento

"En el caos emocional en que me encontré inmerso de repente después de que la tortícolis se convirtiera en cáncer, me di cuenta de que la memoria me llevaba no pocas veces a la niñez.

Sin embargo, tardé en darme cuenta de que la memoria me ayudaría a comprender, a crear un punto de partida para encontrar el modo de enfrentarme a la catástrofe que me había sobrevenido.

En algún punto tenía que empezar, simplemente. Tenía que elegir. Y me convencí cada vez más de que el punto de partida se hallaba en los primeros años de mi vida.

Por fin, elijo una noche de invierno de 1957. Cuando abro los ojos aquella mañana, lo hago sin saber que ese día me desvelará un gran secreto.

Muy temprano, voy surcando la oscuridad camino al colegio. Tengo nueve años. Precisamente aquella mañana, Bosse, mi mejor amigo, está enfermo. Yo siempre paso a recogerlo por la casa que se encuentra a unos minutos de la casa del juzgado, donde vivo yo. Su hermano Göran me abre la puerta y me dice que a Bosse le duele la garganta y que no va a ir al colegio. Así que esa mañana tengo que recorrer el camino yo solo."
De Arenas movedizas
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Mi casa se quemó una noche de otoño hace casi un año. Fue un domingo. Había empezado a levantarse viento a primera hora de la tarde. Al anochecer pude ver en el anemómetro que las ráfagas de aire superaban los veinte metros por segundo.

El viento era del norte y muy frío a pesar de que aún estábamos a principios del otoño. Cuando me acosté a las diez y media, pensé que esa era la primera tormenta otoñal que cruzaba la isla que había heredado de mis abuelos maternos.

Otoño, pronto invierno. Una noche, el agua del mar empezaría a helarse lentamente.

Era la primera vez ese otoño que me metía en la cama con calcetines. El frío lanzaba su primera embestida.

El mes anterior había arreglado el tejado haciendo un gran esfuerzo. Fue un trabajo enorme para un pequeño artesano. Había muchas tejas viejas y rotas. Mis manos, que una vez sujetaron bisturís en complicadas operaciones quirúrgicas, no estaban hechas para manejar ásperas tejas.

Ture Jansson, que había sido cartero aquí fuera, en las islas, durante toda su vida profesional, pero ya estaba jubilado, se había encargado de transportar las tejas nuevas desde el puerto. No quiso ni siquiera cobrar por ello. Como yo he instalado una consulta improvisada en mi cobertizo para ocuparme de todos los achaques imaginarios de Jansson, quizá pensara que debería devolverme el favor.

Durante todos estos años he examinado abajo, en el embarcadero junto al cobertizo, sus supuestos dolores de brazos y espalda. He alcanzado el estetoscopio colgado de un señuelo para cazar eíderes y he constatado que sus pulmones y su corazón sonaban como debían. En todos esos reconocimientos repetitivos, Jansson siempre ha demostrado encontrarse en perfectas condiciones. Su miedo a enfermedades imaginarias ha sido tan exagerado, que yo, durante los muchos años que ejercí de médico, nunca vi nada parecido. Ha sido cartero y, además, hipocondríaco a tiempo completo.

En una ocasión se quejó de un dolor de muelas. Entonces me negué a prestar atención a sus dolores. Si fue al dentista en tierra firme, eso ya no lo sé. Me pregunto si este hombre habrá tenido alguna vez una sola caries en los dientes. ¿No sería que le rechinaban los dientes cuando dormía y que por eso le dolían?

La noche del incendio yo había tomado, como de costumbre, un somnífero y me dormí enseguida.

Me despertaron unas potentes lámparas que se encendieron de repente. Cuando abrí los ojos, la luz que me envolvía me cegó. Bajo el techo del dormitorio flotaba una nube de humo gris. Debí de haberme quitado los calcetines en sueños, cuando la habitación se calentó. Salí corriendo de la cama, bajé la escalera y entré en la cocina. Una penetrante y fuerte luz me rodeaba por todas partes. Vi que el reloj de pared de la cocina marcaba las doce y diecinueve minutos. Me puse como pude mi impermeable negro, colgado junto a la puerta de entrada, me calcé las botas de lluvia, una de las cuales me resultó casi imposible de poner, y salí a toda prisa.

La casa ya estaba totalmente incendiada. Se oía el fragor del fuego. Tuve que bajar hasta el embarcadero y el cobertizo para poder soportar el calor. Allí me quedé luego contemplando lo que pasaba. En esos primeros momentos no pensé en lo que habría ocasionado el fatal incendio. Observaba, sin más, cómo estaba ocurriendo lo imposible. El corazón me latía con tanta fuerza que creí que me iba a estallar dentro del pecho. El fuego me asolaba también por dentro con la misma intensidad.

El tiempo se fundió con el calor. Empezaron a llegar barcos con vecinos medio aturdidos. Pero nunca pude decir después cuánto tiempo duró ni quiénes vinieron. Mis ojos estaban clavados en el fuego y en las chispas que revoloteaban hacia el cielo nocturno. En un instante aterrador me pareció ver de pronto las ancianas figuras de mi abuelo y de mi abuela al otro lado del fuego.
(...)
"¿Cómo era posible que los niños, a menudo muy pequeños, que deberían tener la vida por delante, actuaran con tanta tranquilidad y conscientes ante el hecho de que iban a morir? Yacían en sus camas y esperaban quietos lo que había de llegar. En lugar de la vida que nunca tendrían, había otro mundo desconocido aguardándoles. Los niños morían casi siempre en silencio"
De Botas de lluvia suecas.

Fuente: Tusquets Editores.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char