sábado, 3 de agosto de 2013

La muerte es la primera noche tranquila

JORGE LUIS BORGES

(Buenos Aires, Argentina, 1899-Ginebra, Suiza, 1986)

De Historia de la eternidad

LA METÁFORA
El historiador Snorri Sturluson, que en su intrincada vida hizo tantas cosas, compiló a principios del siglo XIII un glosario de las figuras tradicionales de la poesía de Islandia en el que se lee, por ejemplo, que gaviota del odio, halcón de la sangre, cisne sangriento o cisne rojo, significan el cuervo; y techo de la ballena o cadena de las islas, el mar; y casa de los dientes, la boca. Entretejidas en el verso y llevadas por él,
estas metáforas deparan (o depararon) un asombro agradable; luego sentimos que no hay una emoción que las justifique y las juzgamos laboriosas e inútiles. He
comprobado que igual cosa ocurre con las figuras del simbolismo y del marinismo.
De "frialdad íntima" y de "poco ingeniosa ingeniosidad" pudo acusar Benedetto Croce a los poetas y oradores barrocos del siglo XVII; en las perífrasis recogidas por Snorri veo algo así como la reductio ad absurdum de cualquier propósito de elaborar metáforas nuevas. Lugones o Baudelaire, he sospechado, no fracasaron menos que los poetas
cortesanos de Islandia.
En el libro tercero de la Retórica, Aristóteles observó que toda metáfora surge de la
intuición de una analogía entre cosas disímiles; Middleton Murry exige que la analogía
sea real y que hasta entonces no haya sido notada (Countries of the Mind, II, 4).
Aristóteles, como se ve, funda la metáfora sobre las cosas y no sobre el lenguaje; los
tropos conservados por Snorri son (o parecen) resultados de un proceso mental, que
no percibe analogías sino que combina palabras; alguno puede impresionar (cisne rojo,
halcón de la sangre), pero nada revelan o comunican. Son, para de alguna manera
decirlo, objetos verbales, puros e independientes como un cristal o como un anillo de
plata. Parejamente, el gramático Licofronte llamó león de la triple noche al dios
Hércules porque la noche en que fue engendrado por Zeus duró como tres; la frase es
memorable, allende la interpretación de los glosadores, pero no ejerce la función que
prescribe Aristóteles.
En el I King, uno de los nombres del universo es los Diez Mil Seres. Hará treinta años,
mi generación se maravilló de que los poetas desdeñaran las muchas combinaciones
de que esa colección es capaz y maniáticamente se limitaran a unos pocos grupos
famosos: las estrellas y los ojos, la mujer y la flor, el tiempo y el agua, la vejez y el
atardecer, el sueño y la muerte. Enunciados o despojados así, estos grupos son meras
trivialidades, pero veamos algunos ejemplos concretos.
En el Antiguo Testamento se lee (I Reyes 2:10): Y David durmió con sus padres, y fue
enterrado en la ciudad de David. En los naufragios, al hundirse la nave, los marineros
del Danubio rezaban: Duermo; luego vuelvo a remar. Hermano de la Muerte dijo del
Sueño, Homero, en la Ilíada; de esta hermandad diversos monumentos funerarios son
testimonio, según Lessing. Mono de la muerte (Affe des Todes) le dijo Wilhelm Klemm,
que escribió asimismo: La muerte es la primera noche tranquila. Antes, Heine había
escrito: La muerte es la noche fresca; la vida, el día tormentoso. . . Sueño de la tierra
le dijo a la muerte, Vigny; viejo sillón de hamaca (old rocking-chair) le dicen en los
blues a la muerte: ésta viene a ser el último sueño, la última siesta, de los negros.
Schopenhauer, en su obra, repite la ecuación muerte-sueño; básteme copiar estas
líneas: Lo que el sueño es para el individuo, es para la especie la muerte (Welt als
Wille, II, 41). El lector ya habrá recordado las palabras de Hamlet: Morir, dormir, tal
vez soñar, y su temor de que sean atroces los sueños del sueño de la muerte.
Equiparar mujeres a flores es otra eternidad o trivialidad; he aquí algunos ejemplos. Yo
soy la rosa de Sarón y el lirio de los valles, dice en el Cantar de los Cantares la
sulamita. En la historia de Math, que es la cuarta "rama" de los Mabinogion de Gales,
un príncipe requiere una mujer que no sea de este mundo, y un hechicero, "por medio de conjuros y de ilusión, la hace con las flores del roble y con las flores de la retama y
con las flores de la ulmaria". En la quinta "aventura" del Nibelungenlied, Sigfrid ve a
Kriemhild, para siempre, y lo primero que nos dice es que su tez brilla con el color de
las rosas. Ariosto, inspirado por Catulo, compara la doncella a una flor secreta
(Orlando, I, 42); en el jardín de Armida, un pájaro de pico purpúreo exhorta a los
amantes a no dejar que esa flor se marchite. (Gerusalemme, XVI, 13-15). A fines del
siglo XVI, Malherbe quiere consolar a un amigo de la muerte de su hija y en su
consuelo están las famosas palabras: Et, rose, elle a vécu ce que vivent les roses.
Shakespeare, en un jardín, admira el hondo bermellón de las rosas y la blancura de los
lirios, pero estas galas no son, para él, sino sombras de su amor que está ausente
(Sonnets, XCVIII). Dios, haciendo rosas, hizo mi cara, dice la reina de Samotracia en
una página de Swinburne. Este censo podría no tener fin; básteme recordar aquella
escena de Weir of Hermiston -el último libro de Stevenson- en que el héroe quiere
saber si en Cristina hay un alma "o si no es otra cosa que un animal del color de las
flores".
Diez ejemplos del primer grupo y nueve del segundo he juntado; a veces la unidad
esencial es menos aparente que los rasgos diferenciales. ¿Quién, a priori, sospecharía
que "sillón de hamaca" y "David durmió con sus padres" proceden de una misma raíz?
El primer monumento de las literaturas occidentales, la llíada, fue compuesto hará tres
mil años; es verosímil conjeturar que en ese enorme plazo todas las afinidades
íntimas, necesarias (ensueño-vida, sueño-muerte, ríos y vidas que transcurren,
etcétera), fueron advertidas y escritas alguna vez. Ello no significa, naturalmente, que
se haya agotado el número de metáforas; los modos de indicar o insinuar estas
secretas simpatías de los conceptos resultan, de hecho, ilimitados. Su virtud o flaqueza
está en las palabras, el curioso verso en que Dante (Purgatorio, I, 13), para definir el
cielo oriental invoca una piedra oriental, una piedra límpida en cuyo nombre está, por
venturoso azar, el Oriente: Dolce color d'oriental zaffiro es, más allá de cualquier duda,
admirable; no así el de Góngora (Soledad, I, 6): En campos de zafiros pace estrellas
que es, si no me equivoco, una mera grosería, un mero énfasis.
Algún día se escribirá la historia de la metáfora y sabremos la verdad y el error que
estas conjeturas encierran.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char