lunes, 7 de enero de 2013

Impersonalidad y realidad

JORGE AULICINO
(Buenos Aires, Argentina, 1949)

Una aproximación nada más que intuitiva relacionaría el canto con la impersonalidad, en el sentido estricto del término. No hay sin embargo una palabra que haya generado mayores resistencias en los lectores de poesía en el siglo XX, o al menos en la segunda mitad de ese siglo. Casi siempre, en ese círculo, la impersonalidad se menciona en un sentido más bien peyorativo, como al "hermetismo". El rechazo se puede relacionar con la influencia que aún mantiene la herencia romántica. Impersonalidad significaría falta de sentimiento; y en nuestro escenario literario, ocupado durante algunas décadas por el épico debate entre la "sangre" y la "tinta", la impersonalidad fue quedando del lado de la tinta, unida al hermetismo y al intelectualismo.
 La impersonalidad parece relacionarse de manera natural con el canto. Y, por extensión, con el arte. Quiero decir: cuando la criatura humana descubrió que había en la materia sonidos que provocaban placer al oído, hasta generar incluso éxtasis y beatitud en el oyente, supo que esos sonidos tenían que ver con su persona, solo en la medida en que la naturaleza o el cosmos tenían que ver con su persona. En otras palabras, eran impersonales el canto de los ríos, el de los pájaros, el de las hojas de los árboles; y fueron impersonales los cantos a los dioses, los mantras y las fórmulas cantadas de los hechiceros (encantamientos).
 Cuando se habla de la poesía, siempre imagino que su función primitiva, pero esencial aún hoy, es provocar en el sistema nervioso un goce y un éxtasis momentáneos, una energía, en fin, absolutamente impersonal, como la que provoca la música.
 Los griegos sabían acerca del efecto catártico de las estrofas dramáticas. Pero no creo que hayan pensado en oponerlas de ninguna manera a las estrofas líricas o épicas o satíricas. La catarsis era sólo una de las funciones de la poesía. Y toda la poesía, sin que importara su cometido específico –lírico, dramático, épico, satírico–, debía estar montada sobre una base de encadenamientos rítmicos que era anterior: una función de placer, incluso en el caso de la catarsis. Tal placer era impersonal, aunque los griegos jamás se lo hayan planteado en esos términos, simplemente porque no hacía falta hacerlo.
 ¿Por qué hace falta plantearlo hoy? ¿Por qué la empatía, que era deseable para los antiguos en un esquema donde, por lo demás, el arte cumplía una función civil  –esto es impersonal– se convirtió en un valor opuesto a la impersonalidad durante los dos últimos siglos? ¿Por qué insisto en que la impersonalidad no es una forma de la poesía moderna sino una condición básica de la poesía, similar a la que tiene en la música, aun cuando la poesía prescinda de rimas y formas métricas tradicionales? Porque la polémica con el romanticismo y ciertas necesidades de la vida moderna llevaron a la poesía a acentuar el carácter impersonal del canto, a construir una paradoja que pone el énfasis en la falta de énfasis; un dispositivo en el que se acentúa la prescindencia del emisor de la voz en cuanto a los sentimientos que lo conmueven, y en el que se prohíbe la hipérbole.
 La polémica con el romanticismo no es directa, pero subyace en la elección de un camino que fue recorriendo una parte importante de la poesía del siglo XX. Que el romanticismo haya extendido su influencia durante doscientos años parece discutible en sí mismo. Y sin embargo, la revolución a la que ese movimiento vino atado no terminó. Esa revolución, la revolución burguesa, es el más vasto viraje que haya dado la humanidad, no en doscientos sino en quinientos años. Parece claro que una percepción del individuo como la que tuvo este terremoto social y cultural no se había tenido nunca hasta entonces. Unidos de manera ambigua al espíritu burgués, los románticos hicieron, sin necesidad de programas ni de manifiestos taxativos, una poética de la enfermedad del alma, un discurso bello y sinuoso sobre el individuo, una religión cuyo catecismo básico rezaba que la pasión estaba unida al sufrimiento, y que sus pactos con la belleza eran inestables y diabólicos. Partidarios de la burguesía en lo ideológico, eran disidentes en la práctica política. Libertad, igualdad, fraternidad, pero ¿cómo?, si en la vida diaria el burgués era reprimido, cauto, ambicioso, burocrático. Libertad individual, derechos del hombre, creatividad personal, iniciativa, ¿dónde?, si en las ciudades burguesas el gris imitaba al gris, la fortuna buscaba la fortuna y los sentimientos no eran precisamente los ladrillos de los hogares. La rebelión romántica (un auténtico y sistemático acto de insensatez) fue tan profunda, entró tan a fondo por la brecha que la burguesía había abierto en la costra de la servidumbre, que conservamos aún glóbulos rojos inoculados  –a fuerza de desmanes personales, trémolos y exageraciones– por los románticos. Aquella retórica tocó algo cierto: una apetencia de vida plena; la ofuscación por la pérdida  –antes de obtenerla– de una edad dorada. En pleno siglo XX, Dylan Thomas escribe: "el paraíso es el trino". ¿Debía aun subrayarse eso que a su vez sintió Keats ante el canto del ruiseñor en el bosque? ¿Debieron Thomas y Keats decir expresamente esto que para los antiguos estaba implícito en la práctica del canto? Creo que la respuesta es sí. Debieron subrayarlo Keats y Thomas, separados por "un océano de tiempo": hasta tal punto significó un shock espectacular la promesa de la industria, la ciencia, la libertad, el ocaso del dogma. ¿Pero por qué insistir?
 En Europa, en los años 20, Ezra Pound colocó una bomba de tiempo al romanticismo. La declaración de guerra parecía dirigida directamente contra la hipérbole. Pound incluía ésta y otras formas retóricas bajo el nombre general de fiorituras. No podría medir cuánto influyó Pound en los poetas de mi generación en la Argentina  –supongo que su canon y sus lecturas influyeron más que su poesía, y está bien–, pero en cambio sé que Alberto Girri solía mencionar la palabra ornamento, tan cercana a fioritura, cuando hablaba de las efusiones sentimentales en la poesía. La estrategia de Girri para eludir ese problema en la práctica está a la vista. Girri rastrea, por caminos cada vez más escarpados, el sentido de los textos, como alguien que siguiera líneas en la arena. Una exigencia resumía sus procedimientos: "atiende al texto".
 Girri solía mencionar a Borges, por su prosa, como el iniciador de un castellano de emisión precisa e impersonal. Y Borges estuvo cerca, en su juventud, del ultraísmo español, que combatía la sobrecarga. Ni Borges ni Girri son meros episodios de nuestra literatura. Tampoco son fundadores de escuelas o ismos o corrientes. Dan más bien la impresión de que captaron una tensión interna de la lengua que debía resolverse de manera distinta al modo que proponían algunas vanguardias. Y quiero poner el acento en eso: en que ellos tenían en cuenta la lengua, no un sistema estético exterior. Ese era su terreno.
 Pound había visto a su vez en la corrupción de la lengua un camino seguro hacia la destrucción de las instituciones y del orden social (confrontar ensayos reunidos en, por ejemplo, Introducción a Pound, editorial Alianza), y esta crítica, vale la pena decirlo de pasada, es paralela a su cuestionamiento, desde el campo fascista, al capital financiero, cuyo mecanismo resumió en las palabras usura y amortización. La crítica marxista podría decir que Pound se equivocaba no solo en emplazar su artillería en el bando fascista, sino en considerar la inexactitud, la imprecisión de la lengua como causa y no como síntoma de la putrefacción de un sistema social. Pero una crítica marxista honesta admitiría que Pound no erraba al poner en relación una cosa con la otra. Y que de este modo daba la extensión que podría adquirir una buena crítica de la lengua. Por otra parte, debería admitirse que la estética de Pound señalaba el comienzo de un juicio a fondo de la ideología burguesa y del romanticismo burgués, tanto o más que la crítica de los teóricos marxistas europeos, puesto que Pound fundaba, con elementos extremos y fascistas, la práctica de otra poesía, sin el menor vestigio de sentimentalismo. Ninguna vanguardia había avanzado por este terreno. En las vanguardias, casi todas filomarxistas, se cambiaban los cañones, pero no la dirección del disparo. Se escribía según el antiguo manual de los románticos cuya disposición central era superar el mundo burgués, permitirse las libertades que el sistema proclamaba pero no otorgaba en realidad. Por ejemplo, soñar. Y este fue el programa de los surrealistas. La escuela oficial del socialismo ajustaba a su vez la vieja doctrina a las nuevas necesidades. El héroe romántico era sustituido por el héroe proletario, el “personaje positivo” que recomendaba la Sociedad de Escritores soviética. Un obrero lúcido en lugar de Lord Byron, autor y personaje del universo romántico. De este modo se pretendía superar las limitaciones de la crítica de la literatura burguesa a la sociedad burguesa.
  No digo que la impersonalidad que Pound recomendaba bajo el slogan de una poesía "lo más cercana al hueso" lograra por sí misma una superación de la desmesura romántica, y mucho menos la construcción de un punto de vista anti burgués para la poesía en particular y la literatura en general. Digo que inicia un enjuiciamiento y también señala en qué terreno debía librar su batalla el que se propusiera esas metas. Mucha gente, y no solo Pound, comprendió que era la lengua ese campo de pruebas. Y que la poesía desplegaría allí un combate vital, porque no es la poesía mera emanación de la ideología o caja de resonancia del potro de los tormentos burgués, sino un fenómeno de la lengua. Escribir una poesía sin subterfugios significaba un compromiso real con un fenómeno real. Cuando Borges se hace entender en un castellano que expone como imitación del de los orilleros, logra ganancias para la lengua, para el antiguo sitio de la poesía y quizá para una visión del mundo mucho menos autocompasiva y egocéntrica. Cómo se cubren las distancias entre este hecho innovador y una ideología que aparenta escepticismo aristocratizante no es materia de este tratado. Pound, ya se vio, las cubrió por su cuenta y como pudo. Más que nada interesa el trabajo y, en todo caso, lo que Pound o Borges comentaron sobre el trabajo específico de escribir. Bastante menos, lo que dijeron sobre la economía y la política.
 No encuentro, después de estas vueltas, que haya un centro de emanación claro, digamos una escuela, de la impersonalidad o la desubjetivización en la poesía contemporánea. Los autores citados actuaron sin acuerdo previo y sin conocerse. La ubicación de Borges como un maestro "de corte" en lo que respecta a la impersonalidad en la literatura argentina se debe a Girri. Que a su vez sí conocía a Pound, pero no parecía gustar mucho de él. De todos modos, el nuevo planteo para la lírica se rastrea, como huellas de un meteoro, en muchos autores entre nosotros. En el humor de Oliverio Girondo, por ejemplo, o en la distancia que Raúl González Tuñón lograba con sus escenas de películas mudas. Eran autores que trabajaban con personajes. Y este es, me parece, un procedimiento muy vinculado a la despersonalización. Curiosamente, hay allí  –en Girondo, en Tuñón– personas en el sentido clásico del término: máscaras. Entre esos recursos de farsantes y la posición de severa prescindencia que asume Girri, me parece que existe un puente. Ninguno de ellos lo hubiese recorrido ni tenía por qué hacerlo. Hubiesen cometido casi una traición a sus objetivos de haberlo intentado. Y sin embargo, allí está. Si entendemos por impersonalidad el hecho de no reverenciar el propio pathos, la obra de estos autores es testimonio de un lenguaje menos subjetivista en la literatura argentina. Que abunda en otros ejemplos: la poesía dramática de Joaquín Giannuzzi, que se repliega en reflexiones, o los larguísimos versos  –lentas e impersonales raíces acuáticas– de Juan L. Ortiz, para quien el paisaje era un razonamiento manso y continuo.
 En fin, el objeto de nuevo. El objeto que tenía su canto antes, mucho antes de que la gente aprendiera a hacer música o a escribir palabras.

De Escrito sobre papel, Espacio Hudson Ed., 2012 

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char