jueves, 23 de agosto de 2012

Sólo debes sentarte, dijo el amor, y probar mi carne


GEORGE HERBERT
(Montgomery Castle, Inglaterra, 1593-Bemerton, 1633)

I

Amor Inmortal, autor de esta gran figura,
nacido de una belleza que nunca se apagará;
¡cómo pudo el hombre parcelar tu glorioso nombre,
y arrojarlo a ese Polvo que tú mismo has hecho,

mientras el Amor Mortal gana todo el honor!
ellos se mueven con maestría, luego al unirse
llevan todo el poder, poseyendo mente y corazón,
(tu artesanía) y no te dejan parte en ninguno.

la Razón gusta de la Belleza, y ésta la hace crecer;
el mundo es suyo, ellas dos juegan en él,
y tú te quedas a un lado; y aunque tu nombre
trabajó en nuestra liberación de la fosa infernal,

¿quién canta tu alabanza? sólo una bufanda o un guante
abrigan nuestras manos, y las hacen escribir del amor.
***
II

Calor Inmortal, no permitas que tu más grande llama
se acerque tanto a nosotros; esos fuegos
consumirían al mundo, primero has de domarlos,
y prender en nuestros corazones deseos ciertos

que consuman el desenfreno y realicen tu camino.
entonces te jadearán nuestros corazones; entonces
nuestra mente pondrá toda su invención a tu altar,
y allí con himnos enviaremos tu fuego de vuelta:

te verán nuestros ojos, los que ayer vieron polvo,
polvo soplado por la razón hasta enceguecerlos;
recuperarás todos tus bienes naturales,
arrebatados por la traidora voluptuosidad:

por ti las rodillas caerán y las cabezas se alzarán,
en alabanza a aquel que hizo y reparó nuestros ojos.
***
III

El Amor me hizo pasar, pero mi alma se apartó,
llena de polvo y pecado.
mas el Amor atento, observando mi vaguedad
desde la primera ocasión,
se me acercó más y más, preguntando con dulzura
si algo me faltaba.

"Un huésped" respondí, "que merezca estar aquí."
dijo él, "tú lo serás."
"¿yo, el malvado, el ingrato? ah, querido,
yo no puedo ni mirarte."
el amor tomó mi mano y sonriendo contestó,
"¿quién hizo tus ojos sino yo?"

"cierto, Señor, pero yo los he estropeado;
deja que mi vergüenza vaya donde le corresponde."
"¿y acaso no sabes" dijo el amor, "quién quiere cargar tu culpa?"
"¡querido! entonces te serviré."
"sólo debes sentarte" dijo el amor, "y probar mi carne."
y me senté a comer.
***
PECADO


¡Señor, con qué projilidad nos has cercado!
Primero nos sazonan nuestros padres; luego, los maestros nos entregan las leyes; nos envían maniatados hacia las reglas de la razón, los santos mensajeros, los púlpitos y los domingos; el dolor que espía al pecado, las variadas aflicciones, angustias de todo tamaño, finas redes y estratagemas para cazarnos, Biblias abiertas al descuido y millones de sorpresas; bendiciones previas, lazos de gratitud , sonidos de gloria resonando en nuestros oídos; afuera, nuestra verguenza; adentro, nuestras conciencias; ángeles y perdón, eternas esperanzas y temores.
Y sin embargo, un íntimo y perverso pecado destruye todas estas vallas, toda esta edificación.
***
LA FLOR

¡Qué frescos, oh Señor, qué dulces y puros son tus retornos! Como las flores en primavera, que además de su propio aspecto, reciben tributos de placer de las últimas y postreras escarchas. La aflicción se disuelve como la nieve en Mayo, como si el frío no existiera.
¿Quién hubiera pensado que mi marchito corazón pudiera recuperar su lozanía? Enteramente hundida estaba bajo el suelo; como las flores que se alejan, después de florecer, para visitar su raíz materna; allí donde reunidas, durante los arduos meses, y muertas para el mundo, habitan lo desconocido.
Éstos son tus prodigios, poderoso Señor; matar y revivir, hundir en el infierno y exaltar al cielo en sólo una hora; cambiar las campanas de difuntos en repique de alegría. Erramos al decir: "Es esto, o es aquello"; tu palabra es todo, mas no sabemos leerla.
¡Oh, si yo estuviera más allá de los cambios, en tu mismo Paraíso, donde ninguna flor se marchita! Cuántas primaveras crecí lozanamente, ofreciéndome al cielo, gimiendo y exaltándome; pero mi flor no requiere las lluvias de la primavera; basta mi ayuda, y la de mis pecados.
Y mientras crezco en línea recta, siempre hacia arriba como si el cielo fuera mío, llega tu cólera, y me inclino. ¿Que escarcha es comparable? ¿Qué polo no es la zona más ardiente, cuando tú te vuelves y muestras el menor enojo?
Y ahora, a mi edad, yo reverdezco; después de tantas muertes, vivo y escribo; una vez más huelo el rocío y la lluvia, y me deleito versificando. ¡Oh, mi única luz, es increíble que yo sea aquél sobre quien cayeron las tempestades nocturnas!
Éstos son tus prodigios, Señor del amor: dejarnos ver que no somos si no flores que huyen; ya lo descubrimos y lo probamos, nos reservas  un jardin donde vivir. ¿Quién podría desear más, nadando en la abundancia, para perder por su orgullo un Paraíso?

Traducción de J.R. Wilcock
***
Seguro, Lord, allí es bastante duro...

Seguro, Lord, allí es bastante duro para secar
los océanos de la Tinta; para que como el Diluvio hizo
cubra la Tierra, que usted y Doth tengan la Majestad:
cada Nube destila la alabanza suya, y Doth la prohíbe

Poetas para girarlo a otro empleo.
Las rosas y las lilas hablan despacio; y hacer
un par de las Mejillas de ellos, es el abuso suyo.
¿Por qué debería tomar ojos de mujer para el cristal?

Tal invención pobre se quema en su mente baja,
cuyo fuego es salvaje, y Doth no va hacia arriba
para elogiar, y sobre Lord Thee, alguna Tinta concede.

Abra los huesos, y usted no va ha encontrar nada
en la mejor cara, pero habrá suciedad, cuando Lord Thee
tenga la mentira de la belleza por descubrimiento.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char