lunes, 1 de abril de 2013

El viento se lleva sus voces…

KATHERINE MANSFIELD
(Nueva Zelanda, 1888 - Francia, 1923) 

El viento sopla

Repentinamente… horriblemente… ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado… es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; dos chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras… sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá habla con la abuela.
–¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste… Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento!

A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores… Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve… el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.
–¡Por el amor de Dios, dejen cerrada la puerta del frente! ¡Entren por atrás! –grita alguien. Y después la voz de Bogey:
–Mamá, te llaman por teléfono. Teléfono, mamá. Es el carnicero.
¡Qué horrible es la vida… un asco, simplemente un asco! Y ahora, para colmo, se le ha roto el elástico del sombrero. Por supuesto. Se pondrá su vieja boina y se escabullirá por atrás. Pero mamá la ha visto.
–¡Matilde! ¡Matilde! ¡Regresa de inmediato! ¿Qué diablos te has puesto en la cabeza? Parece un cubretetera. ¿Y por qué tienes esa melena cubriéndote la frente?
–No puedo demorarme, mamá. Llegaré tarde a mi clase.
–¡Regresa de inmediato!
No lo hará. No lo hará. Odia a su madre.
–¡Vete al infierno! –grita, y corre calle abajo.
En olas, en nubes, en grandes remolinos el polvo golpea, trayendo con él briznas de paja y pedregullo y abono. Los árboles de los jardines rugen y, desde el fondo de la calle donde vive el señor Bullen, llega el lamento del mar: “¡Ah… ah…!”.
Pero la sala del señor Bullen está silenciosa como una caverna. Las ventanas están cerradas; entrecerrados los postigos, y ella no ha llegado tarde. La chica–que–está–antes ha comenzado a tocar “A un iceberg”, de MacDoweIl. El señor Bullen le lanza una mirada y esboza una sonrisa.
–Siéntate –le dice. Siéntate en un rincón del sofá, damita.
Qué divertido es. No es que se ríe de uno, exactamente… pero hay algo… ¡Oh, qué tranquilo está todo aquí!
Le gusta esta habitación. Huele a sarga, a humo rancio y a crisantemos… hay un gran jarrón lleno de crisantemos sobre la chimenea, junto a la desteñida fotografía de Rubinstein… a mon ami Robert Bullen… Sobre el negro y reluciente piano está colgado “Soledad”, un cuadro que representa a una mujer morena y trágica vestida de blanco, sentada sobre una roca con las piernas cruzadas y el mentón apoyado en las manos.
–¡No, no! –dice el señor Bullen, y se inclina sobre la otra chica y toca ese pasaje en el piano, pasando sus manos por encima de los hombros de la otra. ¡La muy estúpida… se sonroja! ¡Qué ridícula!
Ahora la chica–que–está–antes se ha ido, la puerta del frente se cierra de un portazo. El señor Bullen regresa y camina de arriba abajo muy suavemente, esperándola. ¡Qué extraordinario! Sus dedos tiemblan tanto que no puede deshacer el nudo de su carpeta de música. Es el viento… Y su corazón late con tanta violencia que le parece que le levanta y le baja la blusa con cada latido. El señor Bullen no dice una palabra. En el ajado y rojo taburete del piano entran dos personas. El señor Bullen se sienta junto a ella.
–¿Empiezo con las escalas? –pregunta ella, retorciéndose las manos–. También tenía unos arpegios.
Pero él no responde. Ella cree que ni siquiera la ha oído… y entonces, de repente, su fresca mano, la que tiene el anillo, se extiende y abre el tomo de Beethoven.
–Vamos a hacer algo del viejo maestro –dice.
Pero por qué le habla con tanta amabilidad… con tantísima amabilidad… y como si se conocieran desde muchísimo tiempo atrás, y lo supieran todo uno de otro.
Lentamente, él vuelve la página. Ella observa su mano… es una mano hermosa y siempre parece recién lavada.
–Estamos aquí –dice el señor Bullen.
Oh, esa voz amable. Oh, ese movimiento: en tono menor. Aquí vienen los pequeños tambores…
–¿Hago la repetición?
–Sí, pequeña.
Su voz es demasiado, demasiado amable, las corcheas y los trinos bailan de arriba abajo en el pentagrama como negritos sobre una cerca. Por qué es tan… Ella no llorará… no tiene por qué llorar…
–¿Qué te pasa, pequeña?
El señor Bullen le toma las manos. Su hombro está justo junto a su cabeza. Se apoya un poquitito en él, pone su mejilla contra la áspera tela.
–La vida es tan horrible –murmura, pero no siente en absoluto que sea horrible. Él dice algo acerca de “esperar” y “marcar el tiempo” y “ese raro ser que es una mujer”, pero ella no lo escucha. Es tan cómodo esto… para siempre…
De repente la puerta se abre y aparece Marie Swanson que ha llegado horas antes de su clase.
–Toca el alegretto un poco más rápido –dice el señor Bullen, y se levanta y empieza a caminar de arriba abajo una vez más.
–Siéntate en el rincón del sofá, damita –le dice a Marie.
*
El viento, el viento. Es aterrador estar aquí sola en su cuarto. La cama, el espejo, el jarro y la jofaina blancos relucen como el cielo. La cama es lo más aterrador. Allí está, profundamente dormida… ¿Acaso mamá se imagina por un momento que ella zurcirá todos esos zoquetes anudados sobre la colcha que parecen serpientes? No lo hará. No, mamá. No veo por qué debo hacerlo… ¡El viento… el viento! Hay un raro olor a hollín que se cuela por la chimenea ¿Alguien le ha escrito poemas al viento…? “Traigo flores frescas a las hojas y lluvia”… ¡Qué tontería!
–¿Eres tú, Bogey?
–Vamos a caminar por la explanada, Matilde. No aguanto más.
–Ahora mismo. Me pondré el impermeable. ¡Qué día espantoso!
El impermeable de Bogey es igual al de ella. Abrochándose el cuello, se mira en el espejo. Tiene el rostro pálido, los dos tienen los mismos ojos excitados y los labios calientes. ¡Ah, qué bien conoce a esos dos del espejo! Hasta luego, querido, regresaremos pronto.
–Esto es mejor, ¿no es cierto?
–Agárrate de mi brazo –dice Bogey.
No pueden caminar tan rápido como quisieran. Con las cabezas gachas, apenas rozándose las piernas, dan zancadas como una sola y ansiosa persona a través de la ciudad, por el asfalto que zigzaguea y junto al que crece salvaje el hinojo, hasta llegar a la explanada. Oscurece… empieza a oscurecer. El viento es tan fuerte que tienen que esforzarse por avanzar, tambaleándose como dos borrachos. Todas las pobres plantitas de pohutukawa de la explanada se doblan hasta el suelo.
–¡Vamos! ¡Vamos! ¡Acerquémonos más!
El mar está muy alto por encima de la escollera. Se quitan los sombreros y el pelo se les vuela hasta la boca, con gusto a sal. El mar está tan revuelto que las olas no rompen sino que golpean contra el áspero muro de piedra, absorbiendo las algas de los goteantes peldaños. Una fina llovizna de agua de mar azota la explanada. Bogey y ella están cubiertos de gotas, en la boca siente un sabor frío y húmedo.
A Bogey le está cambiando la voz. Cuando habla recorre todos los extremos de la escala. Es divertido… hace reír… y de algún modo está de acuerdo con el día. El viento se lleva sus voces… lejos vuelan sus frases como delgadas saetas.
–¡Más rápido! ¡Más rápido!
Ya está muy oscuro. En el puerto, las barcazas carboneras tienen dos luces: una en el mástil y otra en la popa.
–Mira, Bogey. Mira allí.
Un gran vapor negro que deja escapar una larga columna de humo, con las escotillas iluminadas, con luces en todas partes, está saliendo al mar. El viento no lo detiene, corta las olas en dirección al paso que se abre entre las rocas puntiagudas, en camino a… Es la luz lo que lo hace parecer tan bello y misterioso… Ellos están a bordo, con los brazos entrelazados y apoyados en la barandilla.
–¿Quiénes son?
–Son hermanos.
–Mira, Bogey, allí está la ciudad. ¿No parece pequeña? Allí está el reloj del correo dando la hora por última vez. Allí está la explanada por la que caminamos aquel día ventoso. ¿Te acuerdas? Aquel día lloré en mi clase de música… ¡Cuántos años atrás! Adiós, islita, adiós…
Ahora la oscuridad extiende un manto sobre las aguas revueltas. Ya no se ven las siluetas de esos dos. Adiós, adiós. ¡No nos olviden!… Pero, ahora el barco se ha ido.
El viento… el viento.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char