martes, 12 de febrero de 2013

Que no se espere nada de los colores de una tela

Tomada de analecta literaria

LILIANA DÍAZ MINDURRY
(Buenos Aires, Argentina, s/d)

EL GUITARRISTA CIEGO
de Pablo Picasso

Se nos habló del ojo como del único sentido para construir el sentido,
las líneas de significaciones.
Algún francés nos habló de la evidencia.

Un español hizo del ojo el único sentido para construir el sentido,
sin buscar claves ni líneas de significaciones evidentes,
juntó casi burlándose
la ceguera y la música
como si la música fuera una cuerda rota,
como si la música fuera por fin
un dejar de ver las formas del mundo,
como si nada,
no quería entregar ninguna llave:
una simple música en un azul de ojos cerrados.

(Y por favor,
que no se espere nada de los colores de una tela
ni aunque sea azul y un joven Picasso haya inventado a un guitarrista ciego).

Como si no sucediera nada hay quien la mira en un azul de ojos cerrados,
como si la ceguera fuera una cuerda rota,
un viejo que toca una guitarra ciega en un vacío.

O sólo eso: nada,
una música que como la muerte,
cierra los ojos.
Debe haber en el ojo de los ciegos
una sórdida luz de pasillo donde avanzan los bastones blancos,
un pobre pez que se pudre en el agua del mar sin que nadie lo advierta,
una zona sin defensa,
el vientre de las noches sin luna. Se sospecha:
una minuciosidad oscura,
un detalle
que se escapa del cuadro.

Y la música no cura.
Cerrar el ojo e inventar sonidos no inventa
otra luz. Ni siquiera una luz oblicua.

Debe haber un cielo roto de antemano.

* * *

No hay fe.

Ya es tarde para ahuecar aún más el hueco de los ojos
e inventar la música.

Peor aún para juntar
desechos de palabras.
***
PERSONAJES EN LA NOCHE
de Joan Miró

Lo que diga no es eso.
Había dos.
No es cierto.
¿Era uno y un espejo, no era ninguno?
Había dos frente a una taza que podía ser de té o café o era un
           /vaso o apenas un recipiente para ser bebido,
para que él y ella fueran bebidos, quiero decir,
frente a un caos pequeñito, una abertura, un brillo que imantaba
                                                                              /los objetos,
una araña de patas azules que podía tener cejas, pestañas,
el lomo de terciopelo y movimientos de danza,
una laucha rosada con un ojo verde, un éxtasis, los agujeros del tiempo, un
/gato en el zaguán expulsado a puntapiés, la dulzura de la muerte sobre la
/lengua y en los párpados cerrados,
el jarabe gris que contaminaba los recuerdos.

La noche estaba cerca, quiero decir, la noche donde él y ella fueron bebidos en
/una taza de té o café o en un vaso,
la noche estaba cerca, quiero decir.

Uno vio y dijo.
Otro llegó a ver y a decir que había algo o que la noche estaba cerca o que el
/pensamiento se estiraba, roto, espasmódico,
ante el revés de las cosas, la seda de la locura,
la otra orilla quiero decir,
lo que diga no es eso. Ya se sabe. Y nunca será eso. Ni antes ni después. Había
dos, no es cierto,
la noche estaba cerca, no es cierto,
nada de lo que diga es cierto, pero la noche estaba cerca.

Había dos y esa noche atrás donde las cosas caminaban al revés.
El hombre ya está muerto.
La mujer acaricia el lomo de las arañas y besa el ojo verdoso de los ratones y
/abraza los gatos de zaguán,
duerme en los agujeros del tiempo y se despierta en éxtasis
usa un vestido roto con bolsillos donde el caos y el brillo descansan juntos,
guarda el jarabe de los días entre perfumes y frascos de verano, y en los
/cajones, la muerte.
La mujer se pinta la cara con los restos de esa noche y algunos la señalan,
lo que diga no es eso.
                    (Podía ser un derrumbe de orillas muy lejanas,
                     un derrumbe de tiempos caídos boqueando la tristeza.
Podía ser una de las formas del odio, la más antigua).
                    Ahora ya es
                                                miedo.
**
Tomados de Resplandor final, Editorial Ruinas Circulares, 2011.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char